Adrianita siempre tuvo alguna tendencia a engordar, y ya pasados los 35 tiró la toalla. Hizo lo que pudo, que no es poco, máxime teniendo en cuenta su meteórica carrera en marketing, y haber criado dos hijos, y sostenido un feliz matrimonio de ya más de 15 años. ¿Una persona exitosa? Seguro, y desde muchos puntos de vista. Pero cuando la llamaron para la reunión de egresados de la secundaria (¡Veinte años no es nada!), algunos viejos fantasmas reaparecieron. De ahí que reservó un día en un spa a fines de aparecer radiante en el mitin. Su sobresaliente performance en la secundaria permitía predecir con precisión su exitoso presente profesional, por eso es que quería que su imagen estuviese acorde a su semejanza. Maxime cuando los organizadores habían reservado el coqueto club house de no sé qué country para hospedar el evento.
Gustavo no tuvo mejor fortuna. La vida, las crisis y los fracasos matrimoniales se le vinieron encima. Y ya estaba harto de que le refrieguen en la cara las consecuencias inevitables de un mal paso por las aulas. De modo que la invitación a este encuentro, del cual se enteró de refilón, como de todo en su vida, no le provocó el menor entusiasmo. Sí le tentaba la idea de verlos a Luis, a Martita, a Marcos, y al resto de la vagancia, pero no quería volver a rendir un examen que sabía que reprobaría.
Pero como el tren de la vida pasa solo una vez, Gustavo decidió armar una reunión paralela, en donde otrora estaba la vieja pizzería Carlos V, ya con “otro management” como dirían los exitosos del otro grupo. Sí señor, una suerte de contra-reunión, de modo de que el hombre separe lo que Dios no fue capaz de unir ni después de 20 años. Qué tanto.
Y así es que con sus caras de velocidad, sus mejores galas y sus tarjetas personales recién impresas, los buenos fueron al rencuentro de los otros buenos, en el country. Y el resto a la Carlos V, a disfrutar de una grande de jamón y morrones, y de la folklórica mala onda de los mozos del lugar.
El clásico “¡estás igual!” se oyó en ambos lados, entre los canapés de rúcula y parmesano, y también entre los cachos de fainá y las aceitunas. Adriana se sorprendió de que sus ex compañeros eran ahora, como ella, exitosos empresarios, hombres y mujeres de bien, bendecidos con un buen pasar y el reconocimiento de sus pares. E intentó razonar que de mucho no parece haberle servido ser el mejor promedio de la clase. Huguito, que siempre estaba dos o tres escalones por debajo, era ahora un emprendedor exitoso, igual que la envidiosa de Claudia, siempre segunda en todo, que se casó con un polista y ahora es dueña de una famosa casa de decoración. ¿Viste Huguito, que el promedio no era tan importante?
Gustavo tuvo la mismísima impresión. De nada parece haberle valido a Marta tanta batalla que dio por su promedio en la secundaria, y luego haber terminado, a los ponchazos, la carrera de derecho. Luisito tampoco tuvo mejor suerte, aun cuando claramente era mejor que Gustavo y Marta, y terminó trabajando en el taller del padre. ¿Viste Martita que a la larga el promedio no era tan importante?
Esta historia ilustra, artificiosamente, claro, un error clásico de la estadística barrial: sacar conclusiones con muestras sesgadas o incompletas. En este caso, y como el lector habrá ya adivinado, el problema consiste en querer argumentar que “el promedio no importa” utilizando una muestra claramente incompleta. Adriana calculó mentalmente si el promedio de la secundaria podía explicar las diferencias observadas en las performances. Y concluyó que no. Misma cosa hizo Gustavo. Pero ninguno lo hizo con una muestra “justa”.
La población de interés (todos los compañeros de ese curso) no fue partida al azar en dos grupos. Por el contrario, los “buenos” fueron para un lado y los “malos” al otro. Entonces, tanto Gustavo como Adriana enfrentaron una muestra injusta, sesgada, y concluyeron que el promedio no importa. Sí, no importa dentro del grupo de referencia en el cual sacaron la cuenta. Pero importa, y muchísimo, entre los grupos.
Este es un clásico razonamiento erróneo: extrapolar la ausencia de relación entre dos variables dentro de un grupo a toda la población, cuando la conformación de los grupos no es al azar.
Increíblemente, este razonamiento tonto y artificioso es el que usan casi todos los que intentan defender que el promedio no importa. La validación de esta aseveración usualmente se basa en comparaciones con personas u objetos cercanos, lo cual, como en nuestro ejemplo, diluye por completo la relación entre cualquier par de variables. Gustavo no ve que los promedios de los muchachos de la pizzería se hayan reflejado en discrepancias en el devenir de sus vidas: más o menos a todos les fue mal. Y Adriana razona de la misma manera: las diferencias en el promedio no logran dar cuentas de las diferencias en las buenas vidas que a todos los del country les ha tocado. Porque justamente el derrotero de sus vidas los ha separado, y a unos los mandó al country y a otros a la Carlos V.
Este tipo de artilugio es usado, conscientemente o no, en forma frecuente para engañar incautos: observar que dentro de un grupo particularmente elegido no hay relación, y extrapolar que no hay relación en general. Técnicamente, a este fenómeno se lo conoce como sesgo por selectividad, es decir, una relación aparece “diluida” por el hecho de focalizar en una muestra artificiosamente elegida. Obviamente, si todos los alumnos hubiesen accedido a la reunión, los viejos fantasmas del promedio podrían dar cuenta de las diferencias en sus vidas.
Otro ejemplo de este tipo de truco es el siguiente. A las 10 personas que terminaron exitosamente un curso de fotografía, el mismo les parece muy bueno, y así lo reflejan en las encuestas que hicieron los organizadores al finalizar el mismo, que se llenan la boca hablando de los méritos del docente. Ahora, ¿qué hacemos con las 30 personas que huyeron despavoridas durante los primeros cuatro meses y que, consecuentemente, jamás llenaron la encuesta? Sí, adivinó. Los 30 que se fueron muy posiblemente opinen que el curso es una porquería y por eso huyeron. Nuevamente, la muestra de alumnos que resiste hasta al final, no es una muestra aleatoria de los alumnos que empezaron el curso, claramente.
Bueno, los dejo porque me tengo que ir a ver a mis queridos compañeros de la secundaria. Ni por todo el oro del mundo me pierdo la fugazzeta de La Farola.